RELATOS CORTOS


 

“Magnífica la descripción que hace la autora de uno de los dramas que asolan nuestra sociedad. De forma directa y sencilla es capaz de describir la vida y los sueños, las sensaciones y los miedos que viven en la protagonista.
Impresiona el juego de paralelismos, así como la conjunción de realismo y sentimientos en el desarrollo de este drama. Espectacular resultado tras una lenta y reflexiva lectura.”

 
 

ARMARIOS DE ALCOBA

Ahora me doy cuenta.
Siempre me dijeron que tenía prisa por crecer, por experimentar por mi misma. Quizás te fijaste como los pájaros abandonan sus nidos a principios del verano y vuelan dando tumbos, subiendo y bajando a escasa distancia del suelo.... como si su barriguilla pesara cien kilos, con el pico levantado mirando hacia lo alto. ¡Algunos logran levantar el vuelo y entonces serán los que lleguen más lejos, los que volarán más deprisa....!, argumentaba yo, cuando mi padre intentaba convencerme de lo peligrosa que era la vida con tan pocos años; lo hacía acariciándome el pelo, con manos templadas , manos llenas de venitas azules algo abultadas, manos manchadas aquí y allá con manchas marrones... del tiempo y de la vida.

Ahora lo veo.
Nunca fui del todo niña. Lo que se entiende normalmente por niña. Deseaba quedarme sola en casa, entonces dejaba encima de la cama, bien tapadita con la colcha, a mi muñeca que reía y lloraba, y corría por el larguísimo pasillo de paredes enteladas, hasta la alcoba de mi madre, y allí frente a la ventana estaba su armario, un armario de caoba enorme con puertas que pesaban al abrirse, de las que colgaban dos borlas de seda color granate.

Al abrirlo un universo maravilloso se ofrecía ante mis ojos, tocaba el paño de los abrigos y las pieles de sus cuellos, sacaba de las cajas los zapatos de tacón alto y abría uno a uno los bolsillos que, de todos los colores, colgaban del interior de una de las puertas. Me vestía con las ropas de mi madre como otras niñas lo hicieran con los disfraces de princesa y desde lo alto de los tacones recorría el suelo enmoquetado intentando mover las caderas como las modelos de las revistas; me ponía guantes y pasadores para el pelo, chaquetas que cubrían mis rodillas y abrigos que arrastraban como capas, entonces con los brazos abiertos y la cabeza mirando al cielo daba vueltas y vueltas en un vertiginoso carrusel de sueños hasta que, rendida, caía sobre la colcha de raso que cubría la cama de mi madre.

A nadie le extrañó que abandonara la casa con tan sólo dieciocho años. El amor a esa edad es intenso y único; no entiende de miedos y reproches. No vi los desconchones amarillos que cubrían las paredes del hostal donde pasé los primeros días, manchas con forma de lágrimas amarillas pálidas, antiguas, casi grises, ni me importaron las ventanas sin cortinas desde las que podía ver el cielo plomizo y los tejados de Madrid.

A nadie le extraño tampoco que pasando el tiempo el brillo de mis ojos se fuera apagando, se fuera haciendo más opaco y una tarde en que la lluvia golpeaba los cristales con gotas de acero, al abrir la puerta, una tarde en la que él llegaba pronto del trabajo, me sorprendiera buscando dinero en los bolsillos de su chaqueta, No pude verle pues las hojas desvencijadas del armario tapaban la entrada. El golpe llegó inesperado, sentí arder mi mejilla y la habitación entera comenzó a dar vueltas, caí de espaldas entre las sabanas arrugadas de la cama. Al primero siguió otro y otro y... tantos que perdí la cuenta y la conciencia, hecha un ovillo sobre la cama solo deseaba que mi pequeña no despertara.

Luego comprendí por qué la única imagen que evocaba mi memoria era la del pajarillo atravesado por la saeta del cazador.

Paso la tarde y llegó la noche.
Los escasos metros que me separaban de la puerta se alargaban deformándose a cada paso que daba, inmersa en un laberinto de culpas me asome al cuarto de mi hija, aparté la cortinilla de cristal y miles de estrellitas titilaron en desacompasada armonía, contuve el aliento pero ella aún dormía con la manita metida entre ositos de peluche, su carita parcialmente oculta por la almohada.

Me alejé de la casa, lentamente, sintiendo la mirada de los vecinos más madrugadores clavarse en mi espalda. El frío del amanecer me envolvió como un sudario, levanté el cuello del abrigo y aceleré el paso. A cada rato palpaba el bolsillo interior de mi chaqueta, el lugar seguro y cálido donde guardaba la foto de mi niña.

No llegué a oír el ruido de los neumáticos en el suelo mojado, su voz aún martilleaba mis oídos. “O mía, o de nadie”.

El color plomizo del cielo se fundió con el gris del asfalto. Se oyeron cristales rotos, voces a lo lejos que ahogaban un grito y, en el suelo, empapados por la lluvia, el frío y el miedo, los ojos de mi hija aferrándome a la vida.

Carmen Merchán

 
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