EL
RELLANO
Se
había hecho realmente tarde. Mientras termino de pasar la bayeta a las
últimas mesas del bar, echo un vistazo a mí alrededor; todo parece
en orden, el mostrador al fondo, las botellas del estante reflejándose
en el espejo, las sillas sobre las mesas, el pesado cortinón ocultando
el espacio de acceso al baño. La penumbra inunda todo el local, solo
una débil luz permanece encendida. Debería superar este ridículo
miedo a la oscuridad, pero esta ahí, desde siempre, desde niña.
Un
fuerte ruido a mi espalda me hace girar sobre mi misma . Es el cierre metálico
del bar. El viento hace que golpee con fuerza. Ladeé la cara con una
mueca de asco al recordar el aliento fétido de aquel borracho, ... algunos
clientes no saben cuando parar; beben y beben y claro, confunden la amabilidad
con otra cosa. Debería dejar este trabajo, pero... ¿adonde ir?.
Me quité el delantal y lo colgué en la percha donde descansaba
mi abrigo. Al fin, el día había terminado. Levanté solo
unos centímetros el cierre, lo justo para poder pasar por debajo y eché
la llave. Hacia un frío infernal. La oscuridad me aterrorizaba , pero
mi casa estaba a solo dos manzanas. No tardaría nada en llegar.
Comencé
a caminar deprisa. Unos pasos sonaron en la noche callada. Me detuve y mire
a mi espalda pero la calle estaba desierta. El eco de los pasos se detuvo conmigo.
Me volví. No vi a nadie. Sin saber por qué comencé a correr.
Los pasos, esta vez más rápidos, volvieron. Los faros de un solitario
coche iluminaron la calle. La niebla era espesa. Llegué al portal jadeando.
Mi corazón parecía a punto de estallar. Jadeaba de cansancio y
miedo. No acertaba con la llave en la cerradura. Estaba aterida de frió.
Al fin cedió. La pesada puerta de hierro chirrió al abrirse.
A salvo, tras los barrotes de la puerta cerrada, me permití descansar
un momento. Escondida entre las sombras del portal me acerqué, de nuevo,
a la entrada. La ropa olía a frío y a viento. La escasa luz exterior
rompía en jirones la niebla, proyectando sobre mí, la sonrisa
burlona de la modelo de un anuncio publicitario.
Las risotadas de una pareja de novios que pasaban en ese momento por la calle
me sobresaltó. Allí fuera no había nada que temer. Era
una noche como tantas, una jornada agotadora, en la que el cansancio me hacía
ver fantasmas por todas partes.
Decidí subir a casa y darme un baño caliente. Después me
metería en la cama y dormiría, al menos, diez horas seguidas.
Llegué al rellano de la escalera y pulsé el interruptor de la
luz. Al contemplar el escenario familiar me fui tranquilizando, incluso me permití
reírme de mi propio miedo.
Ya
estaba en casa. Introduje la llave en la cerradura, pero la llave no abría.
Lo intenté nuevamente. Fue inútil.
Me había equivocado de piso. Este era el quinto. ¡El último
piso!. El mío era el cuarto. La luz del rellano se apagó. Alguien
había pulsado el botón del ascensor. Subía. No había
oído la puerta de la calle. No podía escapar hacia arriba. Tendría
que bajar. El me vería. Estaba atrapada.
Lentamente
comencé a dejarme caer; me quedé en cuclillas abrazando mis rodillas,
el abrigo arrastraba por el suelo, los ojos fijos en los gruesos cables del
ascensor, la polea bajaba despacio, y despacio era tragada por el oscuro hueco
del ascensor. Subía, él subía. Mis ojos permanecían
clavados en ese espacio. Sentía como me tragaba, como me llevaba a mí
también hacia el abismo. Él estaba cada vez mas cerca. Mis huesos
estaban paralizados. Todo mi ser clavado en aquel ascensor que ya había
llegado. Paró. Sonó como un martillazo en mi cabeza. La vieja
puerta de metal se abrió. Una gabardina negra, un sombrero de lluvia
y...la mirada perpleja de mi vecino del quinto que me contemplaba con la llave
de su casa en la mano.
Carmen Merchán
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